sábado, 3 de enero de 2009

¿Soy tartamudo?

Cuando un tartamudo quiere curar su tartamudez, recurre, casi siempre, a un terapeuta, pero antes de eso tiene que realizar una serie de inevitables pasos que, a veces, más que pasos, son verdaderas travesías en el desierto.

¿Soy tartamudo?

Esta pregunta que, a simple vista, parece fácil,es la primera a la que se enfrenta un sujeto, casi siempre un niño que ha sufrido. Wendell Johnson relata, cuando quiere tratar de explicar el por qué llego a elaborar su teoría diagnosogénica, que se dio cuenta de que tenía un problema cuando la profesora de una clase (superior a la suya) a la que acudió para recitar una poesía, comentó a sus padres que el pequeño Wendell tenía un problema. La teoría diagnosogénica afirma que la tartamudez no está o existe en el habla del niño, sino en los oídos de sus padres o de su entorno. Cuando Johnson vio la manera de reaccionar de sus padres, la preocupación que generó en ellos su manera de hablar y los pasos por sucesivos especialistas o charlatanes, se dio cuenta que su manera de hablar no era como la de la mayoría de los niños de su edad.

Wendell Johnson dedujo que era tartamudo, dio el gran paso que, repito, a veces no es tan sencillo, ya que muchas veces el propio tartamudo, abiertamente, pregunta en casa, a sus padres o en la escuela a sus maestros, éstos, y debido a desconocimiento de lo que es la tartamudez, a la vergüenza de tener un hijo tartamudo, a la complicación que supone para el maestro tener en su clase a un alumno tartamudo, al miedo que los padres tienen porque su hijo no sea normal (casi siempre la tartamudez y por lo tanto el tartamudo son tratados como gente poco válida, poco inteligente o incluso como oligofrénicos), pueden contestar desviando la respuesta temida hacia otra que trata, no de convencer al niño tartamudo, sino de convencerse a ellos mismos de que su hijo no es tartamudo (lo considerarían muy problemático a nivel social). Los padres y los maestros, ante la paradójica sintomatología de la tartamudez, explican al niño que su problema es de nervios, que se acelera, que a veces habla bien y sólo cuando se “pone nervioso” es cuando “tropieza”. El niño que todos los tartamudos hemos sido se queda contento con la explicación, él no quiere ser tartamudo, él quiere ser un niño normal. Es verdad lo que dicen sus padres, sus abuelos o sus maestros, él es un niño nervioso y no siempre tartamudea. El mismo niño sabe que ser tartamudo es una pesada carga que se traduce en chistes, discriminaciones, burlas, aislamiento social, etc. En definitiva sabe que es un problema que no es considerado por la sociedad con la dignidad que son considerados otros problemas.

Pero el niño sigue tartamudeando, ve en sus padres caras de preocupación cuando pone gestos raros y cuando “tropieza”. Ve que su madre o su padre se “ponen colorados” cuando intenta decir alguna palabra delante de sus amistades y parientes lejanos, los cuales comentan acerca de la manera de hablar del niño y la necesidad de que un especialista solucione el problema.

Los padres se preocupan más, deciden dar el primer paso y se lo comentan al pediatra. Los pediatras suelen ser médicos con una excelente preparación (por lo menos en España), conocen, diagnostican y tratan muchísimas enfermedades más raras y menos prevalentes que la tartamudez (que afecta entre un 3% y un 5% a los niños en edad preescolar), sin embargo, ¡vaya por Dios!, de tartamudez no suelen tener ni idea y entonces tienen dos opciones: o lo derivan a un especialista, o no lo derivan. Si no lo derivan pueden comentar cosas tan atrevidas como: que se cura con el tiempo, que se le pasará en un “desarrollo” o que es un problema de nerviosismo que mejorará con tal o cual tratamiento.

Si es derivado, lo lógico y lo normal es que sea al médico foníatra, ya que es el especialista que puede diagnosticar (¡y digo sólo diagnosticar!) el problema que el niño tiene. También conozco casos bastante habituales en los que el pediatra hace derivación directa a psicólogos, neurólogos o psiquiatras, con los consiguientes problemas que esto supone. El especialista tiene un problema, ante esta circunstancia casi siempre decide realizar una acción diagnóstica o terapéutica, con el consiguiente peligro que ésto acarrea, ya que con toda probabilidad esta acción diagnóstica o terapéutica va precedida de un mecanismo defensivo, basado única y exclusivamente en el desconocimiento, ya que no hay ninguna prueba diagnóstica válida para etiquetar a nadie de tartamudo, ni ningún tratamiento que sea eficaz, eficiente y efectivo para la tartamudez.

A todo esto el niño sigue tartamudeando, crece y sufre. Sus padres le oyen tartamudear y también sufren. Todos se hacen la misma pregunta y todos tienen la misma respuesta. Respuesta negativa, peyorativa, humillante, indigna y problemática de cara a un futuro, que va a ser más difícil, más complicado y distinto al previamente pensado.

El tartamudo, con sumo dolor, tristeza y emociones contradictorias deduce que es tartamudo. Sus padres, confirman sus más negros temores: tenemos un hijo tartamudo.